l’Humanité/Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Caty R. | 25 julio 2006

Hace 70 años un grupo de generales renegados organizó un golpe de Estado para aniquilar a la República. Siguió una larga dictadura con Franco. Hoy, la joven democracia sigue negándose a enfrentarse a su pasado.

«El cielo está sereno sobre España. Ningún cambio.»; este trivial anuncio radiofónico del 17 de julio es decisivo. Es la señal que esperaban los generales traidores para sublevarse en las guarniciones de Canarias, Baleares y los enclaves españoles de Marruecos. El objetivo de estos suboficiales facciosos, Sanjurjo, Franco, Queipo de Llano, Emilio Mola, es derribar a la joven República. En agosto de 1932, un año después de la proclamación de la Segunda República, Sanjurjo había organizado una primera tentativa frustrada de golpe de Estado en Sevilla. En octubre de 1934, cuando la Confederación Española de Derechas Autónomas [1] está en el poder desde hace un año, Francisco Franco Bahamonde aplasta «a la comunidad asturiana» reprimiendo violentamente a los mineros asturianos que reclamaban la «socialización inmediata de los medios de producción”. El 18 de julio de 1936, el golpe de Estado repercute en la península. Le sigue una guerra civil de tres años, “una guerra poco civil», según la expresión del historiador Julián Casanova, que termina con la experiencia inédita del Frente Popular, nacida de las urnas en febrero de 1936. Tres largos años asesinos que dividen a España y Europa, un ensayo general de la Segunda Guerra mundial.

Setenta años más tarde, asistimos al otro lado de los Pirineos a un frenesí conmemorativo. Las mesas de las librerías rebosan producciones. Los coloquios se encadenan y el gobierno socialista consiguió, en junio del año pasado, que las Cortes declarasen el año 2006 «Año de la memoria histórica en España». Pero, ¿qué memoria? ¿De qué historia hablamos?

El golpe de Estado derribó a la coalición gubernamental que agrupaba en su seno a los socialistas, comunistas y republicanos, y además la apoyaban los anarquistas y su programa: la reforma agraria y del ejército, la laicización de la educación y la sociedad, los reconocimientos regionales… Finalmente, sobre el suelo español, se enfrentan dos concepciones de sociedad diametralmente opuestas: la construcción de una alternativa política progresista y la voluntad de hacer perdurar el Estado existente, en nombre de ciertos intereses morales o políticos. Un antagonismo que se mide también a escala internacional.

El 15 de agosto de 1936, el gobierno francés del Frente Popular dirigido por el socialista León Blum decide la «no intervención», exactamente igual que el gobierno conservador de Inglaterra. La URSS apoya a la República mientras que la Alemania nazi y la Italia fascista abastecen de armas y hombres el alzamiento militar. Los pilotos de la Legión Cóndor se encargarán de los primeros bombardeos de las poblaciones civiles. En 1937, Guernica, inmortalizada por Picasso, es un campo de ruinas y cadáveres. El ejército republicano no puede hacer frente a las tropas fascistas a pesar del arranque de solidaridad internacional, nunca igualado, de las Brigadas Internacionales, «los que se levantaron antes de la hora», que ya veían el peligro del fascismo que gangrenaba Europa.

En 1939, Franco se erige en dueño de España. Es el éxodo para cientos de miles de españoles de los que la mayoría tomará el camino de Francia para acabar acorralada en los campos de detención del sur del país. Comienzan entonces los sucios años del franquismo. El generalísimo mata de hambre al país. Los procesos políticos son expeditivos. El garrote se convierte en el tormento por excelencia de las personas que permanecieron fieles a la República.

Condenado inicialmente, el dictador vuelve a la silla gracias a la benevolencia de Estados Unidos, que en nombre de la estrategia de los dos bloques y el anticomunismo, da al régimen una legitimidad internacional. Durante treinta y seis años el Caudillo vela por la historiografía oficial: la santa cruzada de los nacionales venció el caos y el espanto instaurados por los rojos. La Iglesia también se encarga de inculcarles a los jóvenes y a sus fieles esta misma idea, hasta el punto de constituir un pilar de pleno derecho del régimen.

El 20 de noviembre de 1975, después de una larga agonía, fallece el Caudillo. El sucesor que había designado, el rey Juan Carlos I, sube al trono. España da la espalda a la tiranía franquista. Se legalizan los partidos políticos y los sindicatos y se organizan las primeras elecciones libres desde 1936. El país reanuda la democracia instaurando una monarquía que equivale, de hecho, a la sentencia de muerte del régimen republicano. Una transición de «terciopelo», erigida en modelo, que algunos quisieron exportar tras el hundimiento, a los países del este.

Nos guardamos mucho por entonces de auscultar los crímenes y la represión de la guerra civil y de la dictadura. En nombre de la reconciliación nacional, el consenso político se articuló alrededor de una amnesia selectiva. Resultado: la amnistía de los criminales y el olvido de las víctimas de la dictadura. Una doble injusticia que los sucesivos gobiernos no han reparado. “No hay que remover los recuerdos dolorosos”, argumentan algunos, recordando que no está lejos el golpe de Estado frustrado que dio en las Cortes el coronel Tejero, el 23 de febrero de 1981. José Luis Rodríguez Zapatero, el Presidente socialista quiere «despertar el fantasma de esos años trágicos», se atrevió a declarar un portavoz del Partido Popular. La derecha española, además, se negó a apoyar la declaración del Parlamento Europeo, el último 4 de julio, condenando enérgicamente el golpe de Estado.

Los fantasmas… Sí, existen

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