María Toledano / Rebelión | 27 julio 2006
Casi todos los escritores que conozco aman su niñez; yo detesto la mía. He aprendido poco y mal a crearme a mí mismo, si crearse significa amoldarse a esta posada sin rutas que se llama vida. A veces he sabido actuar, pero el interés de la acción, salvo cuando se eleva a la historia, está en lo que hacemos, y no en lo que decimos.
André Malraux, Antimemorias (1967)
Me falta tu voz, las caricias, el sabor salado de tu piel. Leí estas palabras hace poco, un par de días atrás. Era la despedida, escrita con letra picuda, nerviosa, de un condenado a muerte a su mujer. Quedó prisionero, encerrado para siempre, en una cárcel madrileña tras el golpe de Casado. Y de Besteiro, que siempre se olvida. Recordé a Juana Doña y a Eugenio Mesón, amigo de mi hermano mayor. Eran papeles viejos, amarillos. Guardados en una caja de metal, bizcochos de soletilla o cacao en polvo, testimonio del horror sereno que debe sentir el procesado, me los trajo una mujer joven y guapa -una belleza doliente- a la que no conocía, nieta o bisnieta (no me acuerdo) del fusilado: era su arqueología emocional. La vejez tiene algo de inmenso confesionario. Vienen y me cuentan sus cosas, como si pudiera hacer algo. Acumulo experiencias ajenas y tiendo a confundir los recuerdos. Eso debe ser la memoria colectiva. Tendremos que morirnos pronto, muchas generaciones, para que España esconda su guerra. Si acaso una derrota en la batalla de las ideas -la lucha de clases que presentan como guerra civil- se consigue borrar. Algunos alemanes -luego cambiaron de nombre, luego los mataron- se hacían llamar Liga Espartaquista. No habían arrinconado el pasado. Tendrán que eliminarnos a golpe de televisión y puentes de mayo o fallecer de éxito amnésico, tragando pastillas multicolores en el asilo donde Peter Weiss situó a Marat y a Sade (en la actualidad, residencias de ocio de la tercera edad). Consumimos en lugar de andar consumiéndonos, sería lo natural; nos asesinarán de aburrimiento para que no seamos testigos de la desvergüenza. No hablaremos, no podremos, pero nuestros ojos seguirán diciendo aquello que no se puede decir. Nos matarán. Será más barato que dejarnos ciegos. Acabaré maldiciendo la farmacopea y sus pócimas. Todo lo cotidiano es mucho, y feo escribió Quevedo.
Me falta tu voz, las caricias, el sabor salado de tu piel. El tiempo elimina casi todos los recuerdos, salvo los que aparecen en cajas de metal, bizcochos o cacao, salvo la presencia constante de los cadáveres que andan, aburridos de esperar, por los desmontes, bajo tierra, en las cunetas. Antimemorias. Malraux, un hombre nacido para la acción y la invención (incluso de su propia biografía), imaginó un título perfecto, cerrado y cabal, para contar aquello que no se puede contar, para relatar lo imposible: la vida en marcha. Antimemorias. Somos herederos de la cultura judeo-cristiana y por extensión -pese a lo que se crea- materialistas, dialécticos. Como Platón y Hegel. Como Spinoza, gramático y pulidor de lentes, que planteó el dilema mágico Deus sive natura (fue interpretado como panteísta). Cada instante inolvidable -los poetas franceses de la absenta dirían “sublime”- se escapa al compás de la respiración. La vida material (como si hubiera otra) es una sucesión de hechos entrelazados, racimos de uva, que parten de un acontecimiento primero, el azar del nacimiento, y se despliega hacia ningún sitio. Recordamos y vivimos por asociación. Freud, otra leyenda literaria para la modernidad actual, pensó mucho sobre la concatenación de las ideas y las palabras. Tampoco nadie lee a Nietzsche. Ni a Marx, salvo en las universidades de EE.UU. Viejos maestros de la sospecha, se decía. Todo lo viejo suena a rancio, todo lo sólido se desvanece en el aire, en esta era (la del consumo y las grandes superficies comerciales) presidida por el culto -una religión sin dios- a lo moderno. La industrialización y su reflejo artístico, que pretendía dar paso a la ligereza, a la funcionalidad, Bauhaus y otros juegos florales, ha caído en un decadente barroquismo: del ordenado y cruel mundo fordista, la esclavitud industrial del XIX y primeras décadas del XX, al universo rizado, curvo y oblongo -imposible de entender- del esquema ideológico postindustrial. Me siento antimoderna -cada vez más anticartesiana- si por modernidad entendemos la reivindicación del yo, de la conciencia de sí -esa que se mira en el espejo y se regodea-, del sujeto, de la identidad y la vida interior. Atravieso calles y avenidas apoyada en el bastón de la memoria. He visto muchas ciudades, muchas barriadas sin agua corriente, algunos continentes devastados y el campo en primavera. Ahora ya no voy a ningún sitio. Estoy cansada de ver lo mismo en todas partes: refrescos con burbujas, explotación y cajeros automáticos. La pobreza, pese al mito de la burbuja occidental, se extiende por el mundo como la peste del siglo XIV, esa que, según parece, acabó con la vida de Guillermo de Ockham, doctor invincibilis, el filósofo que levantó la voz contra el papado, Breviloquium de potestate papae o Breviloquium de principatu tyrannico papae, contra el derecho divino. Otro materialista, aunque hablara de dios y de la lógica. O por eso. Un impostor genial. Antes mencioné el bastón de la memoria. Un error, un exceso. Es un palo con nudos. Me lo regaló una sobrina, Lola. Según contó emocionada, recorrió con él una parte del Camino de Santiago. Le pregunté si era una promesa. Me miró extrañada y me dio un beso sonoro en la mejilla. A veces, y no me disgusta, me siento un fósil. Por cierto, pese a la ley propuesta por PSOE, nada menos moderno que la memoria. Del pasado hay que hacer añicos, legión esclava en pie a vencer. Enciendo un cigarrillo para soportar mi propia sensiblería, para soportarme. Tarareo La Internacional. Por la ventana del patio resuena la obertura de Don Giovanni. Me tengo que cambiar de barrio. Joder con los discos de El País y su cultura de cuero, neón y nada.
Me falta tu voz, las caricias, el sabor salado de tu piel. La carta y la caja repleta de documentos me llevan donde no quiero ir, donde no quiero estar. Cierro los ojos. Los papeles atraviesan años que, bien mirada la evolución social, parecen siglos. Documentos de identificación, cédulas, la cartilla de racionamiento de una familia con dos hijas, unas monedas de la República, varias llaves. Franco confiscó todo el dinero en circulación e instauró el color gris. Algo de esto se deduce de la provechosa lectura de Ultimas conversaciones con Pilar Primo de Antonio-Prometeo Moya (Caballo de Troya, 2006). Hace calor. Algunos libros llevan a otros, el racimo de Freud, y acabo leyendo unos versos del triste y genial César Vallejo. Ya nadie lee a Vallejo. Frente a la memoria histórica y la recuperación de la dignidad (como si fuera un valor o un mérito para los muertos, como si se pudiera arrancar el sufrimiento a las familias de los asesinados), levanto la voz de la antimemoria. Cada país -nuestro entorno, les gusta decir- tiene sus “lagunas o ausencias históricas”. Alemania y el nazismo, Francia y el manto de silencio sobre Vichy, Italia y sus aguerridos “camisas negras”, Portugal y la dictadura ecuestre de Oliveira Salazar. En España todo es eterno, se dice, por extenso, en el libro antes anotado, Conversaciones con Pilar Primo: una unidad de destino en lo universal.
Me falta tu voz, las caricias, el sabor salado de tu piel. Aquel hombre, rescatado del anonimato gracias a una caja de bizcochos o cacao, murió fusilado tras escribir estas palabras. El paso del tiempo no ha borrado su voz, ni las caricias, ni el sabor salado de la piel, de todas las pieles posibles.