Carlos Jiménez Villarejo | 23 febrero 2010
Carlos Jiménez Villarejo es fiscal de Sala jubilado
En un reciente manifiesto de apoyo al juez Garzón se dice que sólo por «malevolencia» o «razones políticas» puede afirmarse que ha actuado «injustamente» en la causa por los crímenes del franquismo. Resulta obvio que es así: desde que el Tribunal Supremo (TS) admitió a trámite la querella de organizaciones ultraderechistas contra dicho juez, siempre con la oposición de la Fiscalía.
El TS se limitó a decir que «lo afirmado en la querella no es algo que ab initio pueda considerarse ajeno al tipo penal de prevaricación». Criterio que podría aplicarse a multitud de resoluciones judiciales que se apartan, dentro del respeto a la Ley, de los criterios mayoritarios en la interpretación de las normas jurídicas. Pero la resolución del juez Varela del pasado 3 de febrero ha llevado los límites del delito de prevaricación y el concepto de resolución judicial «injusta» mucho más allá de lo permisible.
En primer lugar, hay omisiones inadmisibles en esa resolución. Por ejemplo, no citar la cifra de personas desaparecidas violentamente durante la Guerra Civil y la dictadura, y de las que aún se ignora su paradero. Son 114.266, a las que habría que añadir los miles de menores que fueron arrebatados delictivamente a sus familiares, hecho que al juez Varela no le merece ninguna atención. Ignoramos si sabe, y resulta necesario saberlo para pronunciarse, que en el Valle de los Caídos aún quedan 12.530 restos de personas desaparecidas sin identificar.
Ante las denuncias formuladas por desapariciones forzadas durante aquel periodo, el juez Garzón obró como había que hacerlo, procedió a la «comprobación del hecho denunciado». Y, desde luego, los hechos, frente al criterio del instructor Varela, tenían una evidente relevancia penal. No hace falta ser jurista para constatarlo. Como no es admisible que discuta si los denunciantes habían calificado delictivamente los hechos, a lo que no estaban legalmente obligados, ni menos aún que les atribuya, en términos que podrían considerarse ofensivos, que han buscado «atajos en el uso indebido del cauce penal».
El juez Varela va más lejos y afirma que los hechos denunciados «han dejado de tener relevancia penal al tiempo de la denuncia» y que el juez Garzón, en consecuencia, no debería haber admitido aquellas denuncias y mucho menos darles trámite, ya que, además, también era evidente que no eran competencia de la Audiencia Nacional.
Pues no es tan evidente. Y el juez Garzón estaba obligado a otorgar tutela judicial suficiente y efectiva a unos denunciantes que describían, como resulta de los datos anteriores, un plan de exterminio sistemático de grupos sociales por razones ideológicas y políticas. La historia lo ha demostrado sobradamente. Pero el juez Varela, para comprender la magnitud de la masacre colectiva denunciada, debería examinar la moción del Grupo Parlamentario Socialista (Boletín del Congreso de Diputados, 8/9/2003) que se refiere a 150.000 fusilados por el franquismo y 500.000 presos políticos. Estamos ante crímenes contra la humanidad. Pese a dicha evidencia, para el instructor la apertura de las diligencias previas y las diligencias acordadas para la investigación de los hechos eran «objetivamente contrarias a Derecho» porque no estaban justificadas. Naturalmente que lo estaban, por varias razones que mencionaré brevemente.
La desaparición forzada es un delito de ejecución permanente, que sigue cometiéndose mientras se mantenga la detención o desaparición. Así lo entiende la ONU: «Todo acto de desaparición forzosa será considerado delito permanente mientras sus autores continúen ocultando la suerte y el paradero dela persona desaparecida y mientras no se hayan esclarecido los hechos». Criterio mantenido por un fiscal ante el Tribunal Constitucional, ante un supuesto de desaparición en la provincia de Córdoba, que rebate muy fundadamente las tesis del juez Varela.
Por su carácter de delito permanente, las detenciones ilegales, determinantes de desapariciones, no pudieron quedar comprendidas en la Ley de Amnistía, que sólo alcanzaba a «actos» delictivos «realizados», es decir, consumados, con anterioridad al 15 de diciembre de 1976. Por tanto, en ningún caso podía incluir hechos delictivos que en esa fecha aún estaban produciéndose, dado que no era conocida la suerte de los desaparecidos.
Asimismo, la vigencia de la Ley 46/1977 de Amnistía no puede impedir un debate, ya asumido por la ONU, sobre su constitucionalidad y sus efectos.
En primer lugar, porque cuando esta ley se aprobó ya estaban vigentes en España los Pactos de Nueva York que establecían la retroactividad de las leyes penales ante «actos u omisiones que, en el momento de cometerse, fueran delictivos según los principios generales del Derecho, reconocidos por la comunidad internacional», es decir, los crímenes contra la humanidad. Y, además, por más que se empeñe el juez Varela en lo contrario, es cuestionable que la Ley de Amnistía pudiese alcanzar a delitos de aquella naturaleza que, en modo alguno, podían entenderse comprendidos entre «los delitos cometidos por los funcionarios y agentes del orden público contra el ejercicio de los derechos de las personas», que fueron los específicamente amnistiados.
El juez Varela fundamenta erróneamente la voluntad prevaricadora del juez Garzón en el incumplimiento de la Ley 52/2007, llamada de la Memoria Histórica. Afirma que la investigación de los desaparecidos y las exhumaciones de sus restos «viene atribuida a las Administraciones Públicas» y, en consecuencia, el juez Garzón ha «asumido tareas cuya competencia ha sido legalmente establecida en el ámbito administrativo». Craso error. En primer lugar, porque ninguna ley administrativa puede vedar a un juez de instrucción investigar una conducta aparentemente delictiva. Pero, sobre todo, el juez Varela ignora que la disposición adicional segunda de dicha Ley dispone que «las previsiones contenidas en la presente Ley son compatibles con el ejercicio de las acciones y el acceso a los procedimientos judiciales ordinarios y extraordinarios establecidos en las Leyes o en los Tratados y Convenios internacionales suscritos por España». Por tanto, juez Varela, los denunciantes y el juez Garzón obraron en el marco de la más estricta legalidad.
El instructor Varela considera «artificiosa» la incoación del proceso por Garzón porque, afirma, la «extensa inhibición judicial» ante los crímenes franquistas estaba justificada. Afirmación de suma gravedad. Para llegar luego a preguntarse que «no es razonable pensar que nos encontráramos ante una especie de conspiración de silencio» frente al franquismo. Pues, efectivamente, así ocurrió. Basta repasar, además del silencio cómplice de la magistratura ante dichos crímenes, las escasas y tardías iniciativas parlamentarias para reparar a las víctimas, que hasta la Ley 24/2006 no se prestara «homenaje y reconocimiento» a aquéllas y a los luchadores por las libertades y, sobre todo, que hasta la Ley de 2007 no se condenara formalmente el franquismo y su aparato represor y se adoptaran mayores compromisos, todavía insuficientes, con las víctimas de la represión.
En definitiva, ante una actuación tan acertada y ajustada a la legalidad como las decisiones jurisdiccionales del juez Garzón, los esfuerzos jurídicos del juez Varela, con evidentes errores de valoración y lagunas inexplicables, no podrán acreditar nunca que dichas decisiones fueran injustas.