Carlos Jiménez Villarejo/ El Periódico de Catalunya | 18 julio 2006

La represión ejercida por los sublevados y por la posterior dictadura permite hablar de genocidio

Recientemente, un dirigente del PP, alineándose con la posición de su partido en el Parlamento Europeo contra la condena del franquismo, dijo, como minimizando lo que significó, que solo fue un régimen «autoritario de derechas». En el 70° aniversario del golpe militar contra la Segunda República, es necesario recordar la verdadera naturaleza del régimen impuesto por los vencedores, su carácter fascista y el genocidio que cometieron durante la guerra y tras la derrota de la República.
La represión mantenida de forma calculada y sistemática por los sublevados y luego por la dictadura tuvo el alcance suficiente como para ser calificada de genocidio. Así resulta de los datos, parciales, facilitados en su día por el Ministerio de Justicia de la dictadura: los presos políticos el 7 de Enero de 1940 eran 270.719, y el 10 de abril de 1943 todavía eran 92.477. Los presos políticos fallecidos, entre los que incluía a los fusilados tras un proceso y los muertos en las cárceles, desde abril de 1939 hasta el 30 de junio de 1944 fueron 192.684. Esta terrible realidad la justificaba un decreto de 1939 sobre las prisiones: «El notorio incremento de la población reclusa derivado del nobilísimo afán que anima al nuevo Estado de liquidar jurídicamente las responsabilidades contraídas por cuantos participaron en la monstruosa rebelión marxista».
Todos esos presos y muchos miles más fueron sometidos a procesos ante los consejos de guerra y los tribunales especiales que eran la culminación de un régimen de terror impuesto a los encausados desde que eran detenidos. Eran arrestados ilegalmente, por la ausencia de causa que justificara la detención –que se prolongaba indefinidamente, sin control judicial alguno–, eran salvajemente torturados y, cuando eran condenados a prisión, se les sometía a un régimen penitenciario presidido por la venganza y la crueldad. Los consejos de guerra, que llevaron a la prisión o al fusilamiento a dichos presos, no podían calificarse de tribunales de justicia. Eran, pura y simplemente, una parte sustancial del aparato represor implantado por los facciosos y luego por la dictadura.

LOS PROCESOS ante los consejos de guerra eran radicalmente nulos por varias causas. En primer lugar, no merecen la calificación de tribunales de justicia en cuanto fueron constituidos, ya desde el decreto 55 de 1936 del general Franco, por el poder ejecutivo. En segundo lugar, los militares que los formaban carecían de cualquier atributo de independencia, propio de un juez, en cuanto que eran estrictos y fieles servidores de sus superiores. En tercer lugar, era incompatible su posible independencia con la disciplina castrense impuesta por todos los jefes. La sumisión al Ejecutivo quedaba de manifiesto cuando la ejecución de la pena de muerte exi- gía el «enterado» del jefe del Estado.
Además, concurría una total vulneración de todas las garantías y derechos fundamentales. La instrucción del procedimiento era inquisitiva y bajo el régimen de secreto, sin ninguna intervención del defensor de los encausados, que siempre permanecían en situación de prisión preventiva. A todos estos procesos se refería la declaración de la Asamblea de Parlamentarios del Consejo de Europa sobre el franquismo como un «sistema de justicia militar expeditiva» en el marco de la imposición de la «ley marcial».
Otros instrumentos esenciales de la represión fueron el Tribunal de Represión de la Masonería y del Comunismo y los Tribunales de Responsabilidades Políticas. Eran tribunales radicalmente ilegítimos, tanto por su origen como por su composición, y por ser organismos de naturaleza administrativa dotados de competencias para la imposición de sanciones penales.
La ley de 1-3-1940, creadora del primero de aquellos tribunales, es la máxima expresión de la arbitrariedad al servicio de la represión ideológica y política. Establecía penas gravísimas de reclusión menor y mayor, además de otras privativas y restrictivas de derechos. Franco nombraba al presidente del tribunal y a sus miembros, que debían ser «un general del Ejército», «un jerarca de Falange» y dos letrados. Era la más rotunda negación del Estado de derecho.
De similar naturaleza fueron los tribunales establecidos por la ley de 9-2-1939 de responsabilidades políticas. También eran tribunales administrativos, presididos por «un jefe del Ejército», y sus miembros eran responsables políticos de la dictadura, falangistas y militares, facultados para imponer sanciones de orden penal, como inhabilitaciones, extrañamiento, confinamiento, destierro y pérdida total o parcial de bienes.

LOS DAÑOS causados a las víctimas fueron inmensos. Ahora es inaplazable una reparación que la democracia debe a quienes sufrieron tan brutal represión. ¿Qué espera el Gobierno? Desde 1948 está vigente la Declaración Universal de Derechos Humanos, que la dictadura no solo ignoró, sino que violó de forma sistemática. En 1948 se aprueba la convención para la prevención y sanción del genocidio que en ese momento estaba cometiéndose en España, igualmente ignorada y violada durante 20 años. La ley de amnistía, salvo en los supuestos de desaparecidos y de los delitos ya prescritos, favoreció de forma singular a los responsables franquistas de toda clase de delitos y, en particular, a los miembros de los consejos de guerra, muchas veces constituidos ilegalmente, y de aquellos seudotribunales responsables de gravísimos delitos. La reparación y rehabilitación moral y jurídica de las víctimas no admite más demora.

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