Xosé Estévez / Gara | 11 mayo 2006
La Consellería de Cultura de la Xunta de Galiza había proclamado 2006 como año de la memoria. El parlamento español ha refrendado recientemente tal calificativo con el apoyo mayoritario de la Cámara, a excepción de la abstención de ERC, por considerarlo insuficiente, y del voto negativo del PP, que en esta materia sigue empecinado dando a entender la existencia de un sentimiento larvado de culpabilidad, responsabilidad y adhesión al régimen anterior. Le convendría reflexionar al señor Rajoy, mirándose en el espejo familiar recordando la sanción impuesta a su abuelo, Rajoy Leloup, profesor de derecho en Santiago e impulsor del Estatuto Gallego durante la II República, junto a otros veintiséis profesores de esa Universidad, por sospecha de desafección al régimen franquista.
Esta tarea debía haber sido acometida durante la Transición, pero el tácito pacto de silencio establecido de común acuerdo entre los valedores políticos de la restaurada monarquía borbónica, heredada del tardofranquismo, y buena parte del aparato intelectual vinculado a casi todo el arco parlamentario instalado en la Carrera de San Jerónimo la sepultó en el olvido de forma ignominiosa. Bajo la amenaza real o ficticia de los espadones castrenses se llevó a cabo el delicado encaje de la reforma pactada, que aconsejaba aparcar indefinidamente la revisión del pasado republicano-bélico del exilio y de la represión franquista, en aras de la imperiosa reconciliación nacional. Se aplicaba el consabido tópico de guerra fratricida al conflicto provocado por los sublevados en 1936, achacándolo a la falta de civismo de los pueblos del Estado, a la incapacidad para la convivencia social y a la impreparación congénita ibérica para la democracia. Los luchadores y guerrilleros antifascistas y demócratas de después de la guerra, conocidos como maquis, eran calificados como simples atracadores.
Esta vergonzosa y calculada estrategia manipuladora conllevó una ocultación de la memoria co- lectiva, arropada con el manto de las bondades del nuevo régimen constitucional. Esta estrategia cosió eficazmente el tejido social y no pudo ser contrarrestada por una minoría de historiadores que, una y otra vez, contra viento y marea, luchábamos por resucitar del impuesto letargo al pulso de la memoria.
Una represión multiforme afectó con mayor intensidad a las capas más bajas del pueblo español y alcanzó un triple carácter, político, social y nacional, en los pueblos periféricos del Estado. En Euskal Herria este tema está incrustado como un tumor permanente y adherido en el imaginario colectivo, y hechos como el descubrimiento del cementerio colectivo del monte Ezkaba, cercano al fuerte de San Cristóbal, no hacen más que revivir y aventar el viento frío de la memoria. En Galicia, donde prácticamente no hubo guerra, los vencedores utilizaron tácticas de verdadero exterminio, selectivo en la desaparición y generalizado en la sicología del terror a semejanza de la Inquisición. La lectura del reciente libro del historiador gallego Carlos Velasco Souto no deja lugar a dudas.
En el Estado español ha ocurrido un extraño fenómeno. Los fascistas vencedores en el ejercicio del poder por la fuerza se cargaron a todo bicho viviente. Pero durante la instauración de la democracia en aras de la convivencia exigieron respeto y tolerancia. Dos distintas varas de medir, sujetas a la ley del embudo.
Suenan voces catastrofistas de periodistas, políticos y seudohistoriadores que alarman sobre las semejanzas entre la situación actual y la republicana y alertan del peligro de la disgregación de la única e indivisible patria, la española, y del tránsito a una nueva guerra civil, que también fue incivil y pluscuancivil. Algún periodista pide cautela, prudencia y ausencia de revanchismo. Otra afirma que la transición «fue posible porque los políticos pasaron de puntillas sobre el golpe militar que acabó con la República y los cuarenta años de franquismo. Fueron inteligentes al hacer lo que hicieron», y añade que «a buena parte de la sociedad le gustaría que no se removieran aquellos años».
Ciertamente, a los demócratas auténticos les interesa reivindicar la memoria para hacer justicia, levantar la pesada losa del terror y el silencio y no sufrir un alzheimer colectivo, primer paso para que los pueblos desaparezcan en el mar insondable de la historia.
Estoy de acuerdo con el profesor Viçenc Navarro en que la amnesia que acompañó a la recuperación de la democracia y la falta de iniciativas para recuperar la memoria histórica han tenido como resultado un empobrecimiento de la democracia. Añadiría por mi cuenta y riesgo que han abonado el terreno para un incremento de las tendencias autoritarias, porque los herederos de los represores han encontrado el camino de la memoria desbrozado de justicia. El derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación deben hallarse presentes en cualquier proceso de superación de un pasado atestado de violaciones de los derechos humanos. El derecho a la memoria es obligado, el derecho al perdón es voluntario. No puede cimentarse el futuro sobre un pasado sin restañar.
Las heridas, que algunos consideran cicatrizadas, siguen todavía abiertas y la prueba más evidente de ello es la proliferación de personas que acuden a los archivos para conocer la trayectoria y el final de sus antepasados fusilados y represaliados, así como la abundancia de peticiones para la exhumación de fosas comunes, que algún historiador desmemoriado, términos contradictorios, denomina necrofilia. Para que las heridas verticales de la memoria dejen de manar sangre hay que convertir sus cicatrices en las formas tranversales que tiene el beso, es decir, justicia y reparación por obligación, y perdón por devoción.