Ian Gibson / El País | 18 agosto 2006
¿Cuántas víctimas de la represión franquista, durante y después de la guerra, yacen todavía en fosas comunes, cunetas, pozos, barrancos, descampados? No se sabe todavía con exactitud, pero parece muy difícil, a la luz de las investigaciones más recientes, que la cifra pueda bajar de 50.000 o 60.000. Con toda probabilidad es mucho más alta.
De las víctimas, el más famoso aquí y fuera, indudablemente, es Federico García Lorca. ¿Yacen los restos del genial poeta donde creemos, al lado de un viejo olivo no lejos de la Fuente Grande de Alfacar, lugar hoy señalado por un plinto, dentro del parque García Lorca, dedicado a la memoria no sólo de Federico, sino de todos los muertos de la Guerra Civil, los del otro bando incluido? ¿Podemos estar seguros? Cuando a mí me llevó allí en 1966 Manuel Castilla Blanco, quien, a sus dieciocho años, obligado, tuvo que enterrar a Lorca y a sus compañeros de infortunio -el maestro del pueblo de Pulianas Dióscoro Galindo González, y los toreros Francisco Galadí Melgar y Joaquín Arcollas Cabezas-, me aseguró que no había duda: que fue allí, paso más paso menos, donde llevó a cabo aquella mañana de agosto de 1936 su macabra tarea. En 1955, diez años antes de que yo le conociera, Castilla Blanco había acompañado hasta el mismo lugar al investigador español, nacionalizado norteamericano, Agustín Penón, que luego, después de recoger mucha documentación sobre la muerte del poeta, había desaparecido sin dejar rastro. Hoy, los papeles de Penón (que murió en 1976) se han publicado. Confirman lo que a mí me dijo Castilla Blanco en 1966. El sitio donde decía haber enterrado, con seguridad, a Lorca y los otros tres era el mismo, exactamente. Todo coincidía.
Cuarenta años después siguen circulando por Granada, sin embargo, versiones alternativas, discrepantes. Se dice que, pocos días después de consumado el crimen, los rebeldes, al darse cuenta del enorme error político cometido, quitaron el cadáver de donde estaba y lo inhumaron otra vez en lugar secreto; que la familia del poeta, pagando una cantidad astronómica, consiguió hacerse con los restos del poeta y los volvieron a enterrar, sigilosamente, en su propiedad de la Huerta de San Vicente, nada menos, y que por eso no quieren ahora que se abra la fosa de Alfacar y se compruebe que no está allí; que Manuel Castilla Blanco no había empezado entonces a trabajar como enterrador forzoso y que por lo tanto no podía haber estado en Alfacar la mañana de la tragedia; y así por el estilo, ad náuseam.
Estimo que no es justo, ni bueno para nadie, que a estas alturas no sepamos la verdad de una vez por todas. La única manera de saberla y de silenciar para siempre los rumores y las especulaciones y los bulos y las tonterías es efectuar, con la tecnología a punto que hoy existe -y de que dispone la Universidad de Granada-, la búsqueda científica de los restos del poeta y de los muertos a su lado. Si su familia, una vez hechas las averiguaciones, prefiriera dejarlos allí, estoy convencido de que nadie pondría la más mínima objeción. Por lo que toca a los descendientes de Dióscoro Galindo González, su nieta ha dicho recientemente que ellos se satisfarían con tener la constancia de que el abuelo está allí. No conozco el sentir de los parientes de los dos toreros, puede que sea idéntico. Según la Asociación para la Memoria Histórica, son muchas las familias de los asesinados que así enfocan el asunto: quieren saber dónde están sus sacrificados, quieren que haya reconocimiento, un monumento, una placa, pero no exhumar los restos. Es difícil entender por qué no parece haber nadie en el entorno familiar del poeta que lo entienda así y esté dispuesto a decirlo abiertamente. Entre gentes pretendidamente progresistas, liberales, uno esperaría discrepancias, distintos puntos de vista, matices. ¿O es que la familia Lorca está ya, como una piña, con los que repiten machaconamente que no se debe «remover» el pasado, que sólo incumbe pensar en el futuro, que hay que olvidar, etc., es decir, alineada con el Partido Popular? Hace unas semanas, en una entrevista publicada en el suplemento dominical de EL PAÍS, Manuel Fraga Iribarne se permitió decir que quienes investigan sobre la represión franquista son unos «botarates» vengativos y guerracivilistas. Me pareció muy ofensivo. Habría que contestarle que ellos, los ganadores, tuvieron cuarenta años para desenterrar a sus víctimas, y que lo hicieron (allí está, además de la del Valle de los Caídos, la inmensa cruz blanca de Paracuellos, hoy repintada y reluciente para que se vea bien desde el aire). Entretanto, los vencidos no pudieron, so pena de graves problemas con las autoridades franquistas, ni aproximarse a los lugares donde yacían los suyos. Habría que pedir a las derechas de este país, tan católicas ellas, un poco de piedad hacia las familias de los vencidos. ¿O es demasiado pedir?
Entretanto, la fama del poeta granadino no hace sino crecer y crecer, sucediéndose traducciones y montajes de sus obras alrededor del mundo. En estos mismos momentos se está desarrollando en el Arcola Theatre de Londres un festival titulado «¡Viva Lorca!», con un variado programa de actividades que se prolongarán hasta septiembre: puestas en escena de Mariana Pineda y Yerma, recitales, música, y una obra original de Emily Lewis, muy bien recibida, titulada Hace Lorca (la alusión va por Jorge Guillén, que decía que, cuando estaba el poeta, no hacía ni calor ni frío, hacía… Federico). El hecho incontestable es que Lorca y su obra siguen fascinando, y que millones de personas, sí, millones, se han sentido y se sienten enriquecidos como seres humanos gracias al contacto de su palabra. Honor a él y a todos los que cayeron como resultado de aquella nefasta sublevación.
Ian Gibson es hispanista, autor, entre otros libros, de Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca.