Javier Navascués – Mundo Obrero | 07 abril 2007

Javier Navascués es director de la Fundación de Investigaciones Marxistas y miembro de la Comisión Permanente del Partido Comunista de España

Se cumplen treinta años de aquel «sábado santo rojo» recibido con gran alegría por los comunistas y los demócratas consecuentes y considerado como una gravísima traición por el búnker franquista. Sin embargo, la legalización del PCE no fue una concesión ni de Suárez ni de Juan Carlos. Fue una conquista de las y los comunistas que la hicieron políticamente imprescindible. Al contrario, los herederos del franquismo especularon hasta el último minuto con celebrar unas elecciones sin el PCE. Hubo que arrriesgar prisiones, e incluso la vida, en unos meses en los que la policía y las bandas fascistas andaban sueltas por las calles cobrandose la de gentes que reclamaban la democracia. Pero no habría cambio democrático creíble sin legalizar al PCE; es más, ni siquiera sería viable.

La razón estaba en el papel que el PCE desempeñó como el gran partido del antifranquismo a lo largo de toda la dictadura, especialmente a partir de los años sesenta. La importancia alcanzada por el PCE se debió por supuesto a la abnegación indiscutible de sus militantes, pero esta hubiera sido inútil si el partido no hubiera tenido la capacidad de comprender que la democracia sólo vendría si se fajaba con los problemas reales de una sociedad española que había sufrido un cambio radical desde los tiempos de la Segunda República.

Las y los comunistas, en la mejor tradición del manifiesto de 1848, se pusieron a la tarea de ligar las necesidades de la gente con las condiciones políticas del momento. La lucha por la libertad y la democracia era la lucha por los derechos de los trabajadores, por la mejora de las condiciones de vida en los barrios, por la libertad de creación y crítica de artistas e intelectuales. Ninguno de los avances que desde entonces se han producido se pueden entender sin esa lucha que supo relacionar necesidades sociales y objetivos políticos.

Esta vinculación, fundada en la política de la reconciliación nacional y la democracia económica y política, fue acrecentandose por la práctica espontánea de miles de personas que se incorporaban a la lucha contra la dictadura a partir de su propia experiencia vital. Para que fuera posible, a esa lucha hubo que conferirle un espíritu unitario que situara la comunidad de objetivos por encima de las diferencias pasadas no sólo en el bando republicano sino incluso con los hijos del bando contrario. Algo que el PCE también supo hacer.

Cuando los herederos del franquismo quisieron desembarazarse de su impresentable herencia, en su programa no entraba la legalización de los comunistas. Contaban para ello con el apoyo de Washington y del Parlamento Europeo. Desde la «casa real» se hizo llegar el mensaje de que el PCE debería esperar «algunos años». Según Paul Preston, en su tolerado XXVII Congreso celebrado en Madrid en 1976, el PSOE había ya decidido presentarse a las elecciones aunque no estuvieran legalizados todos los partidos. La maniobra de aislamiento era evidente.
La respuesta del PCE fue forzar la legalización. Simón Sánchez Montero se declara miembro de la dirección del PCE en Marzo de 1976 y es detenido. En julio de ese mismo año, se celebra un pleno en Roma del Comité Central donde se presentan públicamente las personas que vivían en el interior. En noviembre se celebra una semana de presentación pública que se salda con 70 detenidos. En diciembre le toca a Carrillo. Al mes siguiente, el entierro de los asesinados de Atocha se convierte en una nueva prueba de fuerza. En febrero de 1977, con el PSOE y otros ya legalizados, se rechaza de nuevo la legalización del PCE. En marzo se celebra la cumbre eurocomunista en Madrid con Marchais y Berlinguer. Al final no tuvieron más remedio que reconocer lo evidente: con el PCE ilegalizado simplemente no era posible hablar de una democracia mínimamente homologable.

Vivimos tiempos diferentes. En cierto sentido más complejos aunque también en condiciones mejores. La sociedad española ha cambiado mucho, pero también lo había hecho en los años 60 del pasado siglo. Quienes piensen que «contra Franco vivíamos mejor» o no han vivido el franquismo o han olvidado el miedo y la falta de consciencia política que existía entonces en gran parte de la población. Pero la fuerza que entonces se construyó nació del protagonismo colectivo de miles de personas que en su entorno inmediato fueron capaces de crear espacios de libertad uniendo reivindicaciones a un proyecto global de democratización. Que consiguieron avances y logros y empujaron los límites de la democracia mucho más allá de donde los «reformistas» querían situarlos y que otros, más tibios, estaban dispuestos a asumir.

¿Sabremos encontrar, hoy como ayer. la manera de unir las luchas y resistencias contra la preciariedad, contra la desigualdad, por la vivienda, por la paz, … en un proyecto global de democratización? El relanzamiento de IU sólo vendrá de su capacidad de forzar la intrusión de la realidad material de las gentes en la agenda política. Hoy a eso se le llama la democracia participativa, no sólo como reivindicación sino también como práctica propia; la construcción de nuevos espacios de libertad.

El valor simbólico, referencial, de la república como horizonte es que es el otro Estado posible. Un avance en la intervención directa de las personas en la organización de la vida en común. Por eso, la III República no vendrá sino es de la mano de una movilización popular por la democratización a fondo. Y es en esta tarea en la que el PCE puede ser coherente con su historia.

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