Susana Viau / Rebelión | 17 julio 2006

Este martes se cumplen siete décadas del motín fascista que disparó la Guerra Civil Española. Fanny Edelman, 95 años, recuerda los grupos internacionalistas que defendieron la República. Líster, La Pasionaria y otras figuras de la gesta.

El 18 de julio de 1936 el generalato fascista se alzó contra la Segunda República española. El general José Sanjurjo, viejo conspirador, había fogoneado la asonada desde su exilio en Portugal mientras el general Emilio Mola, en Pamplona, daba los últimos toques al plan de acción. Francisco Franco abandonaba Canarias para ponerse al frente del que creían no iba a ser sino un golpe de mano. Los secundaban los generales Queipo del Llano, en Sevilla, y Manuel Goded, en Barcelona. Otro general, Joaquín Fanjul, se había parapetado en el cuartel de la Montaña, en el corazón de Madrid, aunque no podría resistir el sitio de las tropas leales a la República. Daba comienzo lo que sería una larga noche para los españoles y para Europa. Al mismo tiempo y muy a pesar de los confabulados, nacía uno de los relatos más bellos y heroicos del siglo XX: el que escribieron comunistas, anarquistas, socialistas durante los tres años de Guerra Civil. Fanny Edelman era una joven de 26, militante argentina del Socorro Rojo, cuando viajó a Barcelona para incorporarse, junto a su compañero Bernardo Edelman, a los grupos de internacionalistas que se sumaron a la defensa de la República. Hoy, con 95 años que no le impiden ir al teatro, al cine y a dar largas caminatas desde la sede de su partido en la calle Entre Ríos hasta el austero y cálido departamento de San Telmo, asegura que a pesar de los pesares, esos tiempos fueron los más felices. “Pasé momentos duros, descuidé en parte a mis hijos –reconoce–, pero, así y todo, no cambiaría mi historia por la de aquellos que sólo ven pasar la vida”.

–Vengo de una familia muy modesta, de San Francisco. Mi padre era obrero de los molinos Minetti y mi madre un ama de casa sacrificada, volcada a cuidar a los hijos. El era rumano y ella rusa. Yo tenía trece años cuando vinimos a Buenos Aires. Vivíamos en Tucumán y Gallo, a dos cuadras del Abasto. Soñaba con ser médica pero en aquella época eran los varones los que tenían la prioridad para estudiar. No pude entrar a la facultad, pero seguí con la música, que me gustaba mucho, después de mudarnos a Vicente López empecé a frecuentar gente muy interesante: Riganelli, Hebecquer, Alvaro Yunque, que me ayudó muchísimo con mis inquietudes sociales.

–Y las intelectuales, me imagino.

–Por supuesto, aunque mi padre era un gran lector y nos había educado en el amor a los escritores rusos. Como eran los años del golpe de Uriburu empecé a trabajar en solidaridad con los presos comunistas y anarquistas. Y me incorporé al Socorro Rojo. Fue allí que me propusieron afiliarme al Partido Comunista. Dije que sí, sin saber qué era el comunismo ni cuáles eran sus ideales y me llevó un tiempo comprender que la dictadura y las condiciones de vida del pueblo tenían una relación íntima. Esos años, ‘34, ‘35, ‘36 fueron determinantes para mi futuro: me había convertido en militante y había conocido al que sería mi compañero para siempre. Era periodista de La Vanguardia y lo habían echado porque no coincidía con la línea política de la dirección del Partido Socialista. Se fue con un grupo de izquierda y empezó a trabajar, como periodista también, en la Federación Nacional de la Construcción, muy poderosa, como se demostró en la huelga general del ‘36. En ese mismo año, Bernardo Edelman y yo nos casamos. Al poco tiempo estalló la Guerra Civil Española y nos cambió la vida. Los argentinos y los grupos de italianos y españoles dimos origen a un movimiento solidario que adquirió una presencia enorme en el país, pese a la Sección Especial. Fue una labor increíble de ayuda material y política, comida, ropa, ajuares tejidos por las mujeres de aquí para los bebés que nacían en el bando republicano. Contábamos con el apoyo de Angel Gallardo, el embajador de la República Española, un católico militante a quien no le preocupaba que la ayuda proviniera de socialistas, comunistas y anarquistas. Fue en la Federación Nacional de la Construcción que mi compañero escuchó hablar por primera vez de las Brigadas Internacionales y resolvió, junto a un amigo, alistarse con ellas. Llegó a casa y me dijo “¿Qué te parece si me voy?”. Yo le contesté: “Nos vamos”.

–¿Viajaron solos?

–No, con nosotros iban españoles, búlgaros radicados en Comodoro Rivadavia, unos albaneses que vivían en la periferia y un periodista argentino cuyo nombre no me puedo acordar. Eramos diez o doce. En agosto o septiembre del ‘37 llegamos a Amberes. De Amberes nos fuimos a París, donde se coordinaba toda la acción solidaria mundial. Se palpaba el despertar antifascista que, de todas formas, no empezaba con la República Española: ya en el ‘33, Henri Barbusse, Romain Rolland, Thomas Mann y el propio Einstein habían convocado a una reunión de intelectuales alertando sobre el peligro que representaba el nazismo en Alemania. Por esos días, en París se había inaugurado la Exposición Internacional y como teníamos un rato fuimos. Nos encontramos con el Guernica, una obra impresionante, imponente. Ahí, en París, nos arreglaron los papeles, la entrada a España por Perpignan y el destino final, en Madrid. En Madrid tomé contacto con las milicias populares, germen del ejército popular que unificó las guerrillas, porque hasta ese momento cada uno tenía su dirección y era imposible garantizar la defensa de Madrid.

–¿A quiénes reportaban?

–Yo al Socorro Rojo y él a la Unión de Juventudes Socialistas. El representaba al Movimiento de Solidaridad con España, que editaba La Nueva España, una publicación con una tirada de sesenta mil ejemplares. Mi compañero era el corresponsal en los frentes de guerra. El Socorro Rojo tenía como tarea fundamental abastecer las necesidades de las tropas, la distribución de alimentos, ropa, calzado y la atención a los familiares de los combatientes. La política de ingleses, franceses y norteamericanos fue de una perfidia inimaginable. Hasta tal punto que, cuando salimos de España, la carretera hacia París estaba colmada de pertrechos que el gobierno francés no había dejado pasar.

–Si tuviera que elegir una figura de la Guerra Civil…

–Las figuras femeninas más relevantes fueron, sin duda, Pasionaria, Federica Montseny y Margarita Nelken. Tengo, en lo personal, un gran recuerdo de Pasionaria. Para mí fue la gran protagonista de ese proceso, su palabra erizaba la piel, era tan grande su voluntad de transmitir a los soldados, al pueblo, la certeza de los ideales, la justeza de la lucha… Y la entrega. Una entrega total. Fue para mí la más grande, incluyendo a Negrín. Después la cultivé a Dolores, en la Federación Democrática Internacional de Mujeres, cuya secretaría ejercí a partir de 1972 y después de su exilio de Madrid. Tenía tanto dolor, tanta nostalgia de España, tanto deseo de no morir antes de volver a su patria. Lo consiguió, pero dejó un hijo, Rubén, que murió en la batalla de Stalingrado. Nunca pudo superar su muerte, la tocó profundamente, fue terrible para ella, aunque Pasionaria ya había perdido otros cuatro hijos, de hambre, anemias y enfermedad en Asturias. De los seis hijos que tuvo, al final le quedó sólo Amaya, que está ahora dirigiendo la Fundación Dolores Ibárruri en Madrid. A mí me maravillaba la fuerza de su palabra… La recuerdo hablando en un mitin, en París. La gente la aplaudía, la vitoreaba aunque no entendía el castellano, se emocionaba como si hablara en francés. Aquel fue un período determinante para mi vida y la de mi compañero.

–¿Y las Brigadas Internacionales, Fanny?

–Las Brigadas fueron, a mi juicio, una de las manifestaciones más altas de la solidaridad humana. Al frente estaban los dirigentes de los partidos socialistas y comunistas que huyeron de las dictaduras nazis y fascistas. Estaban Togliatti, al que en España conocíamos como Ercoli; Luigi Longo, que, aunque no recuerdo muy bien, creo que fue uno de los coordinadores de las actividades de las Brigadas; Hans Beimler, un alemán diputado del Reichstag, que murió en combate. En un viaje que hice a Europa, les dije a mis compañeros que quería visitar su tumba. Yo sabía que estaba enterrado en Montjuich. Bajé en Barcelona y busqué su sepultura, pero no la encontré. Conocí también a Antonio Prado, que en 1938 convocó una gran campaña de invierno del Socorro Rojo. Hacía un frío espantoso y los combatientes no tenía ropa ni calzado suficientes para soportar esas temperaturas. Resultó conmovedora la reacción del pueblo; la gente se desprendía de sus propios abrigos, de sus propios zapatos para mandarlos al frente.

–¿Conoció a Santiago Carrillo en esos días?

–Sí, Carrillo estuvo aquí, clandestino, una vez terminada la guerra.

–¿Y a Santiago Alvarez, que según creo fue fundador del Quinto Regimiento?

–Claro que lo conocí. Santiago era el presidente del Comité de Amigos de las Brigadas Internacionales. Fue uno de los fundadores del Quinto Regimiento, pero el jefe era Enrique Líster. El comisario político era Carlos, Carlos Contreras le llamábamos, aunque su verdadero nombre era Vittorio Vitali, secretario del Partido Comunista de Trieste, un personaje muy interesante, un hombre de una enorme cultura y de una enorme inteligencia, que nos enseñó a comprender cosas que todavía no teníamos del todo claras y me enseñó a leer entre líneas. Yo trabajé con María, su compañera, maravillosa, modestísima, de una gran capacidad intelectual. Ella era una de las dirigentes del Socorro Rojo. Años más tarde, leyendo una revista, me enteré que María había muerto en un taxi, yendo a una consulta con el médico. Y aunque le parezca mentira, recién allí, en 1942, supe que mi querida y admirada “María” era Tina Modotti.

–¿Abandonaron Madrid antes o después de la caída?

–Antes. Después nos trasladamos a Valencia porque el gobierno se había establecido ahí y luego, siempre junto al gobierno, a Barcelona. El viaje de vuelta fue muy doloroso. Regresé a España después de la muerte de Franco y en el ‘96, convocada por los Amigos de las Brigadas, y pasé por Gernika. El árbol había florecido. Era otra España. Aquella del ’36 no existía más. Esa historia había sido sepultada, ocultada. Pensé mucho en una compañera del Socorro Rojo, Matilde Landa, pertenecía a una familia muy rica, de la alta burguesía. La familia huyó y ella resolvió quedarse. Fue capturada y ejecutada. En fin… ¡ese famoso Pacto de la Moncloa! Ese Pacto fue una responsabilidad de todos los partidos, incluido el Partido Comunista de España, que se adhirió a esa falsificación.

–¿Cuáles fueron sus tiempos mejores?

–Es muy difícil. Pero dentro del horror de la guerra fueron felices los años de la Guerra Civil, muy felices porque me dieron tanto, aprendí tanto, me identifiqué tanto con aquella causa que hasta hoy me siento parte de es pueblo, sigo las cosas de España, sufro por lo que les pasa.

–¿Si pudiera, qué borraría de su historia?

–Nada. No me arrepiento de nada. Me he equivocado, pero no me arrepiento de nada. Pasé momentos malos, sombríos, descuidé quizás a mis hijos, pero tenía poderosas razones.

–¿Se lo reprocharon?

–Alguna vez, sí, alguna vez. Pero mire, yo viví una tragedia muy grande. En un viaje que hicimos de Mendoza volcó el auto que manejaba mi marido. Quedó parapléjico. Tenía treinta y ocho años. Fueron veintidós años en esas condiciones. Hubo que remontar la situación, mantener la unidad del hogar y convencerlo de que la vida no se había terminado, que la vida exigía y seguía; había que lograr que saliera a la calle en su sillón de ruedas y terminara su interrumpida carrera de abogado; había que lograr que trabajara como abogado. Mi hija tenía ocho años y mi hijo tres. En esa etapa, él insistió para que yo no dejara la actividad. Mi rol de madre quedó en parte a cargo de una compañera catalana que estaba exiliada aquí. Pero éramos tan amigas, compartíamos tantas cosas, lo hizo con tanto amor que creo que casi no sintieron esa sustitución. Además, fueron enormemente solidarios, defendieron a su padre y me defendieron. Estoy muy orgullosa de mis hijos.

–A usted le gusta la música, ¿cuál es su canción preferida?

–…“La Internacional”.

–Y también le gusta la literatura, ¿a quiénes relee?

–A Lorca, a Hernández, a Vallejo, a Miguel Angel Asturias, a Paul Auster.

–¿A quiénes reconoce como maestros?

–A Marx, a Engels, a Lenin.

–¿Un día de felicidad?

–El día en que me afilié al Partido Comunista.


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