Enrique Gonzalez Duro/ Rebelión | 14 julio 2006

Conferencia pronunciada en el marco de las “Jornadas de Memoria Histórica y Reconstrucción de la Paz”, organizadas por el Instituto de la Paz y los Conflictos (Universidad de Granada), el Foro por la Memoria de Granada y Acción Alternativa, los días 28 y 29 de junio de 2006.

La represión franquista durante la guerra civil y la posguerra española fue mucho mayor de lo que los militares rebeldes podrían “justificar” en tanto que necesaria para la consecución de la victoria. Así, en las provincias en las que el Movimiento triunfó desde el primer momento y sin apenas resistencia (Burgos, Valladolid, Navarra, La Coruña, Pontevedra, Cádiz, Huelva, Sevilla, etc.,), la violencia que se ejerció sobre las autoridades republicanas, sobre los militantes de izquierdas, sindicalistas, masones, simpatizantes del Frente Popular o sospechosos de serlo, fue implacablemente sistematizada: detenciones masivas, torturas, vejaciones, trabajo forzoso, encarcelamientos en campos de concentración o en las numerosas cárceles habilitadas, “paseos“, sacas, ejecuciones por condena de los consejos de guerra sumarísimos por delitos de rebelión (“el derecho al revés”), depuraciones profesionales, incautaciones de bienes, etc. Era lo que figuraba en las instrucciones reservadas del General Mola, organizador de la conspiración para el golpe de estado: “La acción ha de ser en extremo violenta […] Hay que extender el terror, hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos a todo el que no piense como nosotros”. Ese plan de exterminio se fue aplicando durante la guerra en todas las zonas que iban siendo “liberadas” por las tropas “nacionales”, y luego en la posguerra.
Cuando a finales de julio de 1.936 Franco, al mando del Ejército del Norte de África, esperaba pasar el Estrecho de Gibraltar, un periodista norteamericano le preguntó cuánto duraría la matanza, ahora que el golpe militar había fracasado. Franco le respondió: “No puede haber acuerdo ni tregua. Seguiré preparando mi avance sobre Madrid. Tomaré la capital. Salvaré a España del marxismo a cualquier precio”. Cuando el periodista le replicó: “¿Significa eso que tendrá que matar a media España?”; un Franco sonriente le respondió: “Le repito, a cualquier precio”. En Sevilla se instaló el feroz Queipo de Llano: los cadáveres se amontonaban, las cárceles estaban atiborradas y patrullas de caballistas realizaban frecuentes “razzias”, en las poblaciones cercanas, al tiempo que él aterrorizaba a toda Andalucía con sus siniestras charlas radiofónicas. Gran parte de la población estaba realmente aterrorizada y pretendía vanamente no enterarse de lo que estaba pasando. Una mujer de Sevilla, por ejemplo, recuerda los días que siguieron a la ocupación del barrio obrero en que vivía: “Pasamos cinco días sin salir de casa para nada […]. Había fusilamientos en el paredón, justo delante de donde vivíamos. Pero yo no los veía. Algunos se despertaban por la mañana para ver a quién habían matado. Los dejaban allí dos o tres horas para que la gente los pudiera ver […]. Los camiones cargados de gente en dirección al cementerio también bajaban por mi calle […]. Pero tampoco queríamos verlos. Cuando sonaban los disparos por la noche nos tapábamos los oídos”. Nadie preguntaba nada porque eso podía implicarle. Era el miedo en estado puro…

Desde Sevilla las columnas africana enviadas por Franco avanzaban rápidamente por Extremadura, llenando de sangre los pueblos que iban tomando y enterrando los cadáveres en fosas comunes cercanas a la carretera. La intimidación y el uso del terror, denominados eufemísticamente “castigo“, estaba especificada en las órdenes que llevaban. La mayor carnicería tuvo lugar el 14 de agosto de 1.936 en Badajoz, donde más de dos mil prisioneros fueron masacrados en la plaza de toros. Tres días antes Franco había enviado una misiva a Mola en la que revelaba su voluntad de purgar de enemigos todo el territorio ocupado, lo que le parecía más importante que una victoria rápida. No tenía ninguna prisa en tomar Madrid, lo que probablemente supondría el fin de la guerra, y prefería una guerra larga, largamente exterminadora de todo adversario posible. A primeros de Septiembre cayó Talavera de la Reina, con la consiguiente masacre. El 21 del mismo mes Yagüe tomó Maqueda, y Franco tomó una decisión aparentemente desconcertante: desvió sus tropas de la ruta hacia Madrid, que comenzaba a fortificarse, y las dirigió hacia Toledo para liberar el Alcázar, asediados por las milicias republicanas. El 27 de septiembre liberó el Alcázar, con el consiguiente efecto propagandístico ante la opinión pública mundial, “chocada” por la pasada matanza de Badajoz. Un día después el alto mando nacionalista confirmó a Franco como Generalísimo de los Ejércitos Nacionales y le confirió el cargo de Jefe de Estado. Inmediatamente, asumió la dirección de la guerra de exterminio tal como él deseaba y comenzó la construcción de un Nuevo Estado en Burgos, haciendo cierta la predicción de historiador republicano José Castillejo: “La guerra, el pánico, la miseria y la memoria de los crímenes horribles van a impedir la libertad durante mucho tiempo”.

Al comenzar la guerra, los sublevados eran incapaces de ponerse de acuerdo sobre la forma constitucional que hubiesen podido poner a la República, pero compartían algunas ideas reaccionarias. Se unificaron en la idea de la vuelta a una España idealizada, a la fuente de la patria y a la hispanidad. Entonces su justificación se hizo primeramente en base a negarle a los adversarios la calidad de españoles. Si se consideraban caducadas las instituciones republicanas, era “porque favorecían el desorden y la revolución”, algo contrario a lo español. Para los militares España era una, eterna y bien ordenada, tierra de tradiciones, religión y orden, una nación organizada y no política. Por consiguiente, cuando el desorden se convirtió en revolución y la sublevación en guerra, se hizo indispensable insistir en la expulsión del adversario fuera de lo español. Siendo la revolución extraña al alma del país, los revolucionarios eran extranjeros. Fueron designados “los rojos”, siendo los comunistas privilegiados después por la propaganda: además de ser enemigos de los valores españoles, aparecían más claramente como “agente del extranjero” e intoxicadores de las incultas clases populares.

La inversión también se situaba en el terreno religioso: el enemigo era impío, quemaba iglesias, quería destruir la esencia de la España tradicional y representaba la Anti-España. Con el apoyo de la jerarquía católica se desarrolló el tema de la cruzada, que ayudó a fijar una nueva ideología con los elementos comunes a todos los sublevados: la patria y la religión. Múltiples propagandistas difundieron esta ideología, en el centro de la cual se situaba el Caudillo, enviado por Dios para salvar España y a la civilización cristiana. De la misma manera que, antes del 18 de julio, se atribuía la responsabilidad del desorden público a los sindicatos y a los partidos de izquierda, fue fácil ver la guerra como una agresión comunista. La deslegitimación del campo heterogéneo del adversario residía en la proyección de una imagen tópica construida alrededor de la noción de “rojo“. La categoría abarcadora de “rojos” se podía declinar en “rojo-separatista” o “rojo-masón”, o bien “republicano”, compañero de viaje. Los rojos no eran el movimiento obrero ni la pequeña burguesía ilustrada, sino esas “hordas salvajes” marxistizadas por agentes del comunismo internacional. No había que tener piedad con ellos… Franco vendía la imagen de baluarte frente a la “barbarie roja”, aunque la denuncia republicana del fuerte apoyo que recibía de las potencias del Eje le obligó a situar el enfrentamiento en el terreno de la defensa patriótica y de la religión católica, esencia de la españolidad: aquello no era una guerra civil, ni mucho menos una guerra de clases. Apenas era una guerra, sino una cruzada contra el comunismo, o en todo caso “una guerra de liberación nacional” contra la invasión extranjera y la “lepra roja”. Así se fijaba la frontera indestructible entre “nosotros” (los buenos) y “ellos” (los malos), sin paliativos y sin posibilidad de mediación alguna. Ni los obispos la querían.

El primero de abril de 1.939, con el ejército rojo preso o exiliado, Franco obtuvo una resonante victoria, que suponía la rendición incondicional y la sumisión completa del enemigo. No pocos republicanos, combatientes o no, se alegraron un tanto ingenuamente porque supusieron que eso significaba el fin de la cruenta violencia y de tantas privaciones, y porque creyeron lo que la propaganda franquista había difundido por doquier: no habría represalia para los que tuvieran las manos “limpias de sangre”. Incluso muchos de los que se habían exiliado volvieron al cabo de poco tiempo, porque no habían tenido buena acogida en el extranjero, porque el quedarse fuera implicaba un delito cuyas consecuencias pagarían con creces sus propios familiares o porque literalmente fueron puestos en la frontera por el gobierno colaboracionista francés: no sabían que les esperaba la ejecución, la cárcel o, cuando menos, la libertad vigilada por la policía. Muchos republicanos volvieron a sus casas, a sus pueblos de origen, donde serían rechazados como apestados, vejados, detenidos, torturados y encarcelados, otros optaron por echarse al monte, o convertirse en “topos” -también los había en la antigua zona nacional-, ocultados durante años y años en increíbles escondrijos: cuando al fin pudieron salir, algunos habían enloquecido. Todo había sido una vil engañifa propagandística…

Al final de la guerra, todos los combatientes republicanos y muchos significados políticos fueron llamados o buscados e internados en los numerosos campos de concentración distribuidos a lo largo y a lo ancho de todo el país, en pésimas condiciones de habitabilidad e higiene (sin apenas comida, a veces sin agua, sin techo para cobijarse, vejados por los guardianes y por las frecuentes visitas de falangistas y familiares de víctimas nacionales para identificarlos y “sacarlos”, en atroz hacinamiento, con sarna y expuesto a toda clase de enfermedades). Se trataba de clasificarlos, con una lentitud agobiante, en cuatro categorías, una de las cuales era la de Adictos al Movimiento: para demostrarlo tenían que haber sido combatientes no voluntarios y presentar los correspondientes “avales “de “personas de orden”, o del jefe de Falange, el Comandante de puesto de la Guardia Civil y el cura; y aún así tenían que incorporarse a filas para hacer el servicio militar. Muchos más fueron encarcelados, previo paso por la comisaría de policía o el cuartelillo de los falangistas -donde fueron ferozmente torturados durante semanas o meses-, para ser procesados por los juzgados militares y condenados a muerte o a largos años de prisión. Se cebaron especialmente con los militares republicanos: creyeron que sus antiguos compañeros de armas iban a ser benévolos con ellos, teniendo en cuenta además que en su mayoría eran católicos fervientes. Se equivocaron del todo: considerados traidores, fueron de los primeros procesados, juzgados en consejos de guerra sumarísimos, condenados a muerte y ejecutados con la mayor brevedad posible. No se libraron de la purga ni siquiera algunos militares que habían combatido en el bando franquista, siendo cuando menos expulsados del ejército por sus antecedentes masones.

En realidad, la desaparición no significaba el final de la guerra: de hecho el estado de guerra se mantuvo hasta el año 1.948. Había habido una guerra civil, y la naturaleza del conflicto había residido sobre todo en la definición de la forma de sociedad, de la forma misma de la ciudadanía, de la ideología. Porque lo que estaba en juego era sobre todo una cuestión social, los vencedores debieron seguir batallando. Los soldados no tenían más territorio que ocupar, pero el General que los mandaba y sus aliados (falangistas, carlistas, monárquicos, eclesiásticos, conservadores tradicionalistas y gente que había hecho un “pacto de sangre” -¿sangre de quién?- con Franco no habían terminado con el adversario). Por eso dijo Franco que “la paz no existe, la paz es la constante preparación para la guerra“. Y por eso todas las noches el “parte” de Radio Nacional, que los españoles debían oír en posición de firmes y con el brazo en alto, repetía la misma cantinela: “¡Españoles, alerta! España sigue en guerra contra todo enemigo del interior o del exterior, perfectamente fiel a sus caídos”. No se habla de paz, ni mucho menos de reconciliación, sino de victoria, una victoria que jactanciosamente exhiben los vencedores uniformados: falangistas de camisa azul, carlistas de boina roja, guardias civiles, curas, monjas, las muchachas del Auxilio Social o de la Sección Femenina y muchos que lucen emblemas del nuevo régimen tal vez para no resultar sospechosos. Una nueva palabra identificaba al enemigo, una palabra que podía resultar peligrosa para quienes se les atribuyera: “desafecto”. Los desafectos no salían a la calle o de su barrio, a no ser en busca de comida, porque iban muy mal vestidos y podían ser identificados. En la Gran Vía de Madrid estaba prohibido circular sin chaqueta ni corbata. Los periódicos, absolutamente controlados por el nuevo régimen, atizaban el fuego, repetían machaconamente los tremebundos estragos que los republicanos habían cometido en la guerra y por los que debían pagar, alentando a la delación. La victoria era casi la única fuente de legitimación del franquismo. Por eso era continuamente referida y celebrada.

Pero el discurso de la victoria constantemente renovado, cultivaba la retórica de la nostalgia como medio de remoralización y reconstrucción nacional, de recuperación o vuelta a un pasado mítico (El Cid, Los Reyes Católicos, Felipe II, etc.); una retórica de la obediencia como fundamento de la vida política. La historiografía franquista se planteaba junto a la glorificación de Franco, una identificación infantil y narcisista con el pasado perdido, que chocaba con un hipotético duelo que significaba el reconocimiento implícito de su radical alteridad, de su singularidad, de su anacronismo. Y aunque Franco mantuvo en pie de guerra un ejército de un millón de hombres, con vistas a una posible alianza con Hitler como medio de recuperar parte del viejo imperio español, el discurso fascistoide e imperial resultaba cada vez más incongruente con la creciente penuria económica del país, el hambre de la mayor parte de la población, la cartilla del racionamiento, la falta de abastecimientos, el “estraperlo”, el enriquecimiento súbito de muchos jerarcas del régimen, la ruptura de la familia, la prostitución, la orfandad de tantos niños, la apabullante mendicidad, la corrupción generalizada a todos los niveles.

Así la reconstrucción nacional del Orden Nuevo era prácticamente imposible, por lo que pretendió fundamentarse en la exaltación de lo espiritual, de lo religioso y de lo milagrero; en la moralización de las costumbres y en el exterminio y el silencio de los desafectos. Mientras se concedía a los vencedores vivos o muertos, derechos exclusivos sobre los sentimientos patrióticos, la autojustificación, la sensación de comunidad y sentido del sacrificio, amén del reconocimiento público, de la preferencia en el empleo, de la pensión como caballeros mutilados o ex-cautivos, la lápida de los “caídos” en las iglesias, etc., el “luto republicano” tenía que ser reducido al ámbito de lo muy privado, porque expresarlo públicamente era considerado como un crimen que sólo podía ser redimido por la aceptación del pecado y del castigo. Los republicanos que no estaban en el exilio, en la cárcel o en una fosa común, tenían que “olvidar” su pasado inmediato, aislarse, renunciar a todo sentimiento de pertenencia social y callar siempre. Callar incluso dentro de su propio hogar, porque los hijos iban al colegio o al Auxilio Social y podían contarlo todo. En familia no se podía hablar de la guerra civil. Los que no estaban casados debían hacerlo, bautizar a los hijos, verles cantar el “Cara al Sol” y hasta vestirse de falangistas. Iban incluso a misa y asistían a celebraciones religiosas y patrióticas para no despertar la sospecha de la muchedumbre de delatores, estimulados por el propio régimen, con el que querían congraciarse. No se podían fiar de nadie, pues hasta en los bares y cafés había infiltrados de la policía, que podían denunciarlos incluso por no colaborar en las numerosas cuestaciones que se hacían, o por no saber disimular su alegría por las victorias de los aliados. Cualquiera podía ser detenido por la vía gubernativa y pasarse meses en la cárcel sin cargo alguno. Había que tener mucho cuidado con lo que se hablaba, con lo que se escribía en las cartas familiares, con lo que se decía por teléfono, porque todo estaba absolutamente controlado. De modo que lo mejor era quedarse en casa, trabajar si era posible y no hablar con nadie. El “luto” reducido a lo estrictamente privado era lo menos doloroso para los que habían sido republicanos, o era una simple cuestión de supervivencia, pero a la larga podía aumentar el daño psicológico, la duda, la culpa, o el arrepentimiento. Ellos mismos podían ser los culpables de lo que les había pasado. Está psiquiátricamente comprobado que el acosado que no señala, nombra o denuncia a su agresor, interioriza el conflicto, pierde autoestima e identidad. Imposible hacerlo en aquellos tiempos en que la guerra se prolongaba a través de la guerra simbólica. Los pocos que resistían trataban de reorganizarse, corrían gravísimos peligros, pero ganaban dignidad.

El silencio también se lo auto-impusieron muchas familias conservadoras y de derechas. Todas tenían algún pariente que había “desaparecido”, que había sido ejecutado, que estaba en la cárcel o en el exilio. No era conveniente hablar de ello, podía fracturar la armonía familiar y no era acorde con los nuevos tiempos. Tampoco nadie se sentía obligado a comprender a los “equivocados”, porque un manto de pudor, de pensamiento ortodoxo, de temor de Dios y de rancia religiosidad encubría todo. Y, sin embargo, la guerra civil permaneció durante muchísimo tiempo en el imaginario colectivo de la gente, como una oscura nebulosa nada fácil de descifrar. Naturalmente, a ello contribuía decisivamente la estricta censura, que no toleraba la menor disidencia de la verdad oficial. Juan Benet, en su novela Volverás a Región, iniciada a comienzos de los años 50 y no publicada hasta 1.967, se refería a la gente de un remoto país -¿España?- que había “optado por olvidar su propia historia: muy pocos deben conservar una idea veraz de sus padres, de sus primeros pasos, de una edad dorada y adolescente que terminó de súbito en un momento de estragos y abandono”. Como en la novela, los niños que crecieron en la dura posguerra, especialmente los de familias republicanas, no se sometían a la estrategia del olvido de los adultos que combatieron en la guerra, porque en su memoria reciente quedaron grabadas experiencias que, por su aparente y desagradable absurdidad, no podían ni querían olvidar. Y el rememorar es parte de la supervivencia psicológica, y es bueno para la introspección y la comprensión de la realidad. “Mi madre nos decía: no digáis nunca que han matado a tu padre. Pasaron años y nadie iba a nuestra casa porque estábamos fichados […]. Mi hermanito de tres años no podía salir a la calle porque los niños le decían: te vamos a matar como a tu padre”.

¿Cómo se puede olvidar eso? Era el comienzo de una ruptura generacional en una familia ya fracturada: los niños querían saber, pero nadie satisfacía su curiosidad, porque de la guerra no se podía hablar y la verdad oficial no convencía a casi nadie.

En la posguerra el tiempo parecía detenido, estancado. Aunque las cárceles se fueron vaciando por sucesivos indultos, los excarcelados seguían controlados por las comisiones sobre la libertad condicional e incluso podían ser deportados. La dura represión continuaba especialmente contra los comunistas, que no cesaban de tratar de organizar la resistencia pese a sus frecuentes caídas, y contra los guerrilleros que fueron masacrados casi en público, juntamente con sus familiares y enlaces. El gobierno se empeñó en acabar con ellos a toda costa y como fuese, lo que no logró hasta pasado el año 1.950. Luego, la posición de Franco se fue consolidando cada vez más, hasta convertirse en una figura clave en la defensa de Occidente. En 1.959 se cambió la política económica y se inició el desarrollo, en buena parte financiado por las divisas que aportaban los turistas y las que enviaban los millones de españoles que trabajaban en el extranjero. Pronto el mito del “milagro económico” desplazaría el mito de la cruzada. En 1.964 se hizo un enorme esfuerzo propagandístico para celebrar, no ya la victoria, sino los “veinticinco años de paz”. La paz significaba en ese año el orden: el control social siguió siendo más importante que la representación, aunque el control a través de la familia, la escuela y el sindicato vertical resultaba cada vez más difícil, cuando no inoperante. La paz debían seguir manteniéndola las fuerzas de seguridad. Pero, a pesar del inmovilismo del régimen, la sociedad española había ido evolucionando una ruptura, no sólo de la memoria, sino también en la narrativa de la identidad personal y colectiva. Ese cambio se debió a los efectos sociales desestabilizadores del “estraperlo” de los años 40 y a los efectos psicológicos de la emigración forzada por el hambre de los años 50 y continuada en los 60. A fines de la década de 1.950, miles de jornaleros sin tierra, arrendatarios y pequeños propietarios habían emigrado del campo a las grandes ciudades industrializadas, donde los “desafectos” podían pasar desapercibidos si no se dedicaban a otra cosa que a trabajar. Los recuerdos de la represión estaban aún muy vivos en los años 60, pero su valor político fue reorientado por la magnitud de un cambio que abría el futuro para los hijos. Para que los hijos progresasen, la generación anterior hubo de sacrificarse.

La resignación se mezclaba con una ligera crítica social compartida con muchos otros trabajadores, reforzando la disociación con el pasado y con la cultura del “pueblo”: “Desde luego, aquí estamos llenos de miseria, pero nada se puede comparar con lo que hemos pasado en el pueblo, enfermedades, hambre, frío y cada año un hijo”. Por lo menos, ahora los inmigrantes podían trabajar, aunque con salarios bajos y viviendo en chabolas, y los hijos tenían mejor porvenir. Durante los años 50 y 60, los inmigrantes rurales se vieron obligados a adoptar una nueva forma de vivir y otras maneras de relacionarse con los demás, saliendo del aislamiento coactivo que habían soportado. Dejaban atrás el pasado y miraban hacia el futuro. Pero la memoria se fue perdiendo casi del todo, aunque persistiesen los malos recuerdos. Lentamente, se fue generalizando un estilo de vida asociado a una incipiente sociedad de consumo y a una cultura de masas: crecía la apatía política y la tendencia a la evasión (el football, el cine, la canción folklórica, etc.). Aumentaba la amnesia colectiva con respecto a lo pasado, y se fue asumiendo el acuerdo tácito de que la guerra civil había sido una trágica locura, de la que todos los españoles habían sido culpables, porque los españoles eran casi congénitamente ingobernables, demasiado apasionados y poco preparados para la democracia. Pero seguía siendo difícil olvidar que el régimen político, tal como seguía funcionando, había nacido con los “castigos” de la guerra y de la posguerra y a costa de las libertades públicas. Una cierta sensación de pecado original, de frustración y de culpa persistió de algún modo mientras se mantuvo el poder franquista. Pero la aceptación de una corresponsabilidad abstracta de todos por lo que había sucedido, suponía justificar la “purificación” y la “purga” efectuada por la dictadura. Esta justificación quedó anticuada en el discurso oficial del régimen, y al cabo de tanto tiempo coincide con la posición actual de los grupos más conservadores, tan neofranquistas en muchos aspectos.

Ciertamente, las generaciones más jóvenes no sabían lo que había pasado en este país, no sólo porque los vencedores lo habían oscurecido y tergiversado, sino también porque los que tanto habían sufrido se guardaron la verdad para sí mismos y no quisieron o no pudieron transmitirla a sus descendientes. Era como si la evocación de los recuerdos trajera consigo los horrores de la guerra y que se repetiría afectando a los mismos de antes. Tras la victoria franquista prosiguió la política de exterminio, represión, depuración y “regeneración” de las víctimas, avalada por la chusca teoría de los fervorosos psiquiatras que abogaban por la higienización de la verdadera raza hispánica, bendecida por la iglesia. Era imposible que las propias víctimas fueran corresponsables de aquello, y sus descendientes biológicos o ideológicos no podían ser cómplices de la conspiración del silencio, ni del miedo impuesto por el régimen a través de una represión que nunca cesó. En todo caso, los españoles fueron prudentes, debiendo aprender que era mejor permanecer callados o desinteresados por las cuestiones políticas. El legado de la guerra y el duro disciplinamiento condujeron a una cierta forma de autocensura que aún, después de tanto tiempo, dura. Hasta finales de los años 80 no pudo iniciarse el movimiento, hoy imparable, de la recuperación de la memoria, en contra de la prolongada inercia y de la desmemoria histórica. Es vergonzoso que aún existan más de treinta mil desaparecidos de la guerra civil, y es sumamente penoso que a los jóvenes actuales se les trate de impedir el conocer un pasado que les fue amputado. El dolor persiste, aunque sea negado por los descendientes biológicos o ideológicos de los vencedores en aras de una reconciliación que nunca se ha efectuado. No se puede confundir la reconciliación con el revanchismo. Aquí y desde hace setenta años los revanchistas siempre han sido los mismos: “ellos”.

Enrique González Duro (La Guardia, Jaén, 1939), profesor universitario y psiquiatra. Con más de treinta años de labor profesional a sus espaldas, ha sido uno de los grandes renovadores de la psiquiatría en España. Colaborador habitual en diversos medios de comunicación es autor de numerosas obras. Actualmente trabaja en el hospital Gregorio Marañón de Madrid. Es autor entre otros títulos de Psiquiatría y Sociedad Autoritaria, «Consumo de Drogas en España», «Distancia a la locura», «Treinta años de psiquiatría en España». «Memoria de un manicomio, La paranoia». «Franco una biografía psicológica», «Historia de la locura en España», «Biografía interior de Juan Ramón Jiménez», «El miedo en la posguerra» y «La sombra del General».

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