Público’ recorre el campo nazi junto al superviviente español José Alcubierre en el 65 aniversario de su liberación

DIEGO BARCALA | 12 de mayo de 2010

Como un ritual, José Alcubierre (Barcelona, 1925) recorre el muro de las cocheras del campo nazi de Mauthausen (Austria) tocando las piedras. «Cualquiera la pudo poner mi padre», dice. Camina hasta la entrada principal donde una inscripción que ya no existe daba la bienvenida a los presos: Arbeit macht frei («El trabajo rinde la libertad»). Al otro lado de la puerta es cuando José vio por última vez a su padre, Miguel. Se lo llevaron a la temida cantera del campo donde casi nadie sobrevivió. «Le abracé y le dije: Cuídate bien, papá’. Duró seis meses», llora Alcubierre.

Las tropas de EEUU liberaron Mauthausen un 5 de mayo de hace 65 años. De las más de 100.000 personas exterminadas, cerca de 7.000 eran españolas. Republicanos sin patria para los alemanes, que les marcaron con un triángulo azul de «apátridas» con la S de Spanier (español). A diferencia de los españoles de otros campos, en Mauthausen no les ficharon con el triángulo rojo que identificaba a los políticos. Sin embargo, pocos grupos de reclusos eran tan políticos como los republicanos cuya militancia antifascista les llevó del exilio en 1939 al Holocausto nazi un año después. Franco fue consultado desde Berlín sobre los miles de deportados capturados en Francia. Una escueta nota enviada por el Ministerio de Exteriores dirigido por Serrano Suñer se desentendió de «los rojos».

José llegó junto a su padre a Mauthausen desde Angulema, al sur de Francia, en un vagón de «ocho caballos y 40 personas», el 24 de agosto de 1940. En ese momento se convirtió en un número, el 4.100, que lleva colgado del cuello junto al 4.128 de su padre. «Estuvimos tres días viajando sin comer. Cuando llegamos nos tuvieron siete horas encerrados, nos bajaron y le dije al SS con los dedos que tenía 14 años. En realidad tenía 15, me quité uno, pero dio igual. Me empujó camino de la cuesta que llevaba al campo. Allí, lo primero era desnudarnos y, aunque era verano, después de la ducha fría estábamos helados. Luego nos rapaban el pelo de todo el cuerpo, incluidas las partes, y nos rociaban para desinfectarnos», recuerda.

El primer año murieron cerca del 65% de los 9.000 presos españoles. La brutalidad del trabajo y las condiciones de vida eran tales que los nazis no necesitaron la cámara de gas para el exterminio: les obligaron a construir la enorme fortaleza con el granito de la cantera de Wiener-Graven. Hasta 1.500 presos subían a diario los 186 escalones que separaban el yacimiento del campo, cargados con piedras de hasta 15 k. Las palizas de las SS eran suficiente tortura, pero el sadismo nazi era ilimitado. «Cada noche esperábamos a que fusilaran entre 12 y 15 yugoslavos para entrar al barracón», destaca Alcubierre. Los fusilamientos se unían a las inyecciones de gasolina en el corazón, el ahorcamiento o la asfixia. Cerca de 300 españoles murieron en el cercano castillo de Hartheim por no ser aptos para trabajar. En ese recinto fueron aniquilados 30.000 disminuidos e incapacitados para servir al III Reich.

«Pasado el primer año, estábamos relativamente bien. Es así, no quiero contar mentiras. Los jóvenes, los puchaca [mote de los españoles jóvenes empleados por la empresa Porschacher] éramos enchufados», describe Alcubierre junto a una litera de madera donde dormían tres personas por piso. «Yo dormía con Rafael Álvarez y Jesús Tello, pero se dormía en el suelo. Siempre he sido un enchufado», ironiza Alcubierre.

El barracón reconstruido gracias a la labor de asociaciones de deportados como la Amical de España, huele hoy a barniz. Sin embargo, Alcubierre tuerce la nariz cuando recuerda el olor original. «Las cenizas del crematorio eran fortísimas. Eso es imborrable. Nunca lo llegamos a ver, pero sabíamos que existía. Veíamos un carro con cuerpos desnudos y se te encogía todo. Una cabeza, un brazo, una pierna… terrible».

Olor a carne quemada
Atenta a la explicación se encuentra la hija de una víctima del campo, Bibiana Fuentes, que interrumpe: «Lo pintas bien, pero los primeros meses fueron más duros». José se pone serio: «Un día nos mandaron a formar a 300 españoles. Por aquel entonces trabajaba en la cocina. Vino el jefe y nos separó a tres: Fernando Pindado, Rafael Álvarez y a mí. Me preguntó de dónde era. Le dije que de Barcelona y me dijo: «¿Qué me harías si me vieras allí?» No sabía qué decir y entonces me dio una paliza que me dejó baldado».

El olor a carne quemada es lo que más sorprendió a los soldados americanos del general Patton. «Entramos al campo y vimos todos cuerpos apilados muertos. El general mandó a los vecinos del pueblo cavar para enterrarlos y decían que no sabían nada de lo que pasaba dentro. Es imposible, ese olor, tantos años, no puede ser», dice el soldado George Sherman, de visita en Mauthausen por la conmemoración de la liberación.

Alcubierre pasó tiempo sin contar sus recuerdos pero una herida le da la rabia suficiente como para volver al campo cada mayo: la muerte de su padre. «Se lo llevaron a Güsen [anexo a Mauthausen] y no lo volví a ver. Un camarada me contó cómo murió el 24 de marzo de 1941. Llevaba con dos compañeros mañicos como él un carro, cuando cayó sin fuerzas. Los kapos polacos [jefes de prisioneros designados por las SS entre los propios presos] le pegaron con picos. Le protegieron, pero los mataron a los tres puntapiés. Cuando era joven pensaba en Mauthausen pero seguí con mi vida. Ahora sé que los recuerdos me dejarán varias noches sin dormir», concluye.
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