La «huelgona» del 62 supuso el resurgimiento del movimiento obrero, cohesionó a la oposición y reveló la vulnerabilidad del régimen por primera vez desde la guerra civil

Miguel A. Gutierrez / La Nueva España | 4 de abril de 2007

Las noticias que llegaban al palacio del Pardo desde Asturias no eran buenas. La huelga iniciada en el pozo Nicolasa a principios de abril de 1962 -una más entre las protestas aisladas que se producían con relativa frecuencia en la minería- se había extendido de forma frenética e inesperada por toda Asturias y por una parte importante del resto del país. Los números cantaban: 65.000 trabajadores en huelga en Asturias y 300.000 en el conjunto de España en los dos meses que duraron los paros. Los jerarcas del régimen se mostraban inquietos. La situación amenazaba con escapárseles de las manos.

Tenían razones para el desasosiego. La represión inicial se había revelado inútil. Por eso, al estado de excepción decretado por el Consejo de Ministros el 4 de mayo en Asturias, Guipúzcoa y Vizcaya le siguió un cambio de estrategia basada en la negociación. Franco no manda a un interlocutor cualquiera. Envía a un ministro -José Solís, secretario general del Movimiento- para tratar directamente con los mineros, en un hecho inédito hasta entonces. Todas las pretensiones de los huelguistas son atendidas y se inicia un regreso escalonado a los pozos. Sin embargo, el precio de la paz social alcanzada es demasiado alto para el régimen franquista que, por primera vez desde el fin de la guerra civil, se muestra vulnerable.

La «huelgona» del 62 tuvo múltiples efectos colaterales. A la evidente mejora de las condiciones laborales de los mineros (con un aumento salarial que en muchos casos llegó a duplicar los sueldos) hubo que sumar repercusiones políticas de mucho más calado para el país. El conflicto social, en el participaron directamente cristianos de base y algunos sectores del clero, fracturó la hasta entonces inquebrantable entente entre Estado e Iglesia. Los paros y la posterior represión también contribuyeron a cohesionar a la oposición antifranquista, así como a movilizar a buena parte de los intelectuales del país en la denominada «insurrección firmada».
Sin embargo, uno de los efectos más importantes de la huelga iniciada en Asturias fue el resurgimiento del movimiento obrero como forma de resistencia activa contra el orden establecido. El propio Stalin había aconsejado a los dirigentes comunistas en el exilio que debían orientar los esfuerzos a combatir el régimen «desde dentro». Ese renacimiento sindical se plasmó en la eclosión de una nueva generación de dirigentes, la consolidación de las comisiones obreras y la sentencia definitiva del Sindicato Vertical, arrinconado por el propio régimen, que optó por negociar directamente con los representantes de los huelguistas ante la necesidad de contar con un interlocutor válido.
La huelga también destapó las contradicciones del régimen y la lucha de poder entre la Falange y los tecnócratas ligados al Opus Dei, que habían introducido el plan de estabilización y medidas de racionalización económica que incluían la congelación de salarios, la apertura al exterior y, en definitiva, la superación del período autárquico. En ese clima, Solís -enviado de Franco conocido como la «sonrisa del régimen»- trató de ganarse con sus concesiones el beneplácito de los mineros, para obtener así una victoria política y recuperar el terreno perdido por la Falange en los órganos de poder franquistas.

En lo que casi todos los historiadores coinciden es en que la «huelgona» del 62 marcó un hito en el devenir de la Historia reciente de España que puso en jaque a las estructuras del régimen. Así lo explica Francisco Palacios, profesor de Historia, para quien los paros de 1962 supusieron «una fractura» para los cimientos del régimen, así como «gran descrédito a nivel internacional».

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