Esta semana se han cumplido 65 años de la liberación del campo nazi de Mauthausen. Uno de los supervivientes, el español Domingo Félez, rememora este hecho y lo enmarca en su largo trayecto personal de combatiente, iniciado en la Guerra Civil y terminado en la guerrilla venezolana a finales de los años sesenta. Félez habla en Venezuela, donde vive.
LAURA S. LERET | 12 de mayo de 2010
Fue prisionero del Ejército de Estados Unidos y, también, de la policía venezolana en la época de la guerrilla
Tras la Guerra Civil se refugió en Francia. Padeció las condiciones infrahumanas de los campos de concentración franceses. Le reclutaron para construir fortificaciones: «era un trabajo de esclavo». Tras la invasión alemana, los españoles cayeron presos con la tropa francesa. Formados en columnas, caminaron hasta Estrasburgo y les confinaron en unos terrenos donde «el aseo era una zanja». En diciembre de 1940, en un convoy de españoles, fue trasladado al campo de concentración nazi de Mauthausen, en Austria, calificado como «grado tres», donde internaban a los irrecuperables.
«Recibí un uniforme a rayas y el triángulo azul de apátrida con la S de spanier. Mi número, el 4.779. Me afeitaron el vello del cuerpo, a todos con la misma hojilla, uno se agachaba y le metían la navaja entre las nalgas. Los piojos me causaron una infección que originó mi traslado al campo anexo de Gusen. Un día, mientras colocaba ladrillos para construir la cocina, conseguí un pote de grasa, me la unté sobre los piojos y me curé».
«Trabajé en las canteras, en la construcción de los rieles, fui barbero de la barraca. Sobreviví a la epidemia de tifus de 1941. En Mauthausen no entraba nadie que no fuera para morirse. El trabajo y la comida estaban hechos para vivir un año; los supervivientes les pueden ir con cuentos a otros, pero a mí ¡no! Fuimos barberos, herreros, pintores, enfermeros, albañiles, hombres de limpieza; frío y hielo; cuando sobraba de la caldera, nos daban medio plato más de nabos, de hueso de caballo con concha de papa».
«Me pasaron en 1943 a Viena, con un comando de presos para hacer fortines antiaéreos en una fábrica alemana de motores de aviones de caza. Allí, no te pegaban tanto».
«Los nazis iniciaron su retirada en abril de 1945. Nos arrastraron con ellos a Mauthausen, caminamos unos 180 kilómetros. Al que no podía andar y se sentaba a la orilla, le pegaban un tiro. Uno iba caminando y escuchaba ¡pam! y al rato otra vez, ¡pam! A la tarde mataban a un caballo, le caíamos con cuchillo y lo comíamos crudo».
El 5 de mayo de 1945, el Ejército de Estados Unidos ocupó oficialmente el campo de Mauthausen. Había euforia y también caos. Cuatro españoles, entre los que se encontraba Domingo Félez, en vez de ser liberados fueron apresados.
«A los tres días de la liberación del campo, unos hombres me detuvieron, me hablaron en alemán, alguien me denunció, nunca supe quién fue. Fuerzas de Estados Unidos nos detuvieron y nos llevaron junto con los nazis al campo de concentración de Dachau, cerca de Múnich. Los otros españoles acusados fueron Indalecio González, Laureano Navas y Moisés Fernández. Un fiscal militar de Estados Unidos me llamó un par de veces a declarar, yo me reí y contesté que todo era un embuste. En enero, febrero y marzo de 1945 yo no estaba en Mauthausen, sino a 180 kilómetros en la fábrica de aviones, ¿cómo iba yo a llevar gente a la cámara de gas? Porque esa fue la acusación».
«No hubo pruebas para sentenciarme. Después de dos años, fui puesto en libertad en julio de 1947. A González lo ahorcaron en Dachau. Navas fue condenado a cadena perpetua y Fernández, a 20 años de prisión».
Joseph Halow en su libro Innocent at Dachau (1992) relata que los testigos recibieron honorarios por sus servicios y no hubo un traductor profesional del castellano. Al respecto, Eve Hawkins, oficial estadounidense, escribió al Washington Post: «(…) La raza suprema (alemanes) tenía derecho a una asesoría legal y a traductores competentes, pero los españoles, los no beligerantes, los nacionales de un país no enemigo, los involucrados inocentes, uno podría decir que a nadie le importó un bledo». A estos veteranos de la Guerra Civil, prisioneros en el campo de Mauthausen, se les juzgó en Dachau como si fueran criminales de guerra.
Domingo Félez consiguió embarcarse hacia Venezuela con un pasaporte de la Organización Internacional de Refugiados. Desempeñó varios trabajos, conoció a una hermosa trigueña con quien se casó y tuvo tres hijos. Pero en su interior le ardía la sangre. Desilusionado con el Gobierno de Rómulo Betancourt, consternado por las desapariciones de varios amigos del Partido Comunista, Félez se unió al movimiento guerrillero de los años sesenta.
«Subí a las montañas. La primera incursión duró poco, pero lo suficiente para ser delatado y apresado en mi casa. Recibí palo de las policías políticas. Fui trasladado al castillo de Puerto Cabello, donde me tomó por sorpresa la rebelión militar contra el gobierno. Uno de los capitanes golpistas, que hasta ese día había sido nuestro carcelero, nos abrió las puertas del calabozo, nos repartió fusiles. Yo fui destinado a combatir en una institución de enseñanza secundaria. Cuando vi que la causa estaba perdida, conseguí refugiarme en el portal de una casa; un desconocido me tiró del brazo, me llevó para adentro y me salvó la vida».
Félez logró evadirse y refugiarse en Caracas. Por su experiencia en la Guerra Civil española lo buscaron para llevarlo a la selva de Monagas. «En 1965, mi esposa y mis hijos necesitaban de mí, bajé de la montaña». La ley de amnistía le permitió salir de la clandestinidad en 1969. Después de 33 años de lucha volvió a una vida normal.
Fue barbero otra vez, fundó una empresa de jardinería. La edad ha deteriorado su vista, sus pasos son lentos, pero su memoria se mantiene impecable.